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lunes, 15 de agosto de 2011

El fantasma del yelmo dorado



Llegaron al castillo a primera hora de la mañana. Un guía turístico les aguardaba en el umbral, dispuesto a mostrarles los pasillos y los mitos de aquella vieja fortaleza medieval, ahora convertida en un sobrecargado museo. Se encontraban en lo más profundo de la vieja Castilla; por antonomasia, tierra de castillos y leyendas; y por ello, toda expectativa era poca.

La familia al completo había madrugado con la sana intención de ser los primeros turistas en iniciar el recorrido. Cuantos menos parlanchines y domingueros irrumpiesen en aquel fabuloso recinto, mezcla de historia y de arte, más podrían disfrutar de las reminiscencias del pasado que tan gratamente flotaban en el ambiente. Porque no había mejor manera de disfrutar del arte que en familia y en soledad, dirigidos por una mínima fuente de intelectualidad externa:

—Buenos días, mi nombre es Arturo —se dio a conocer el guía, estrechando la mano de aquel que parecía ser el cabeza de familia. Éste se presentó con el nombre de Félix. Junto a él, la que debía ser su esposa, mostraba un rostro lleno de júbilo y bienestar. Detrás, una adolescente rebelde —toda vestida con ropas negras y ceñidas, un piercing en la boca y el cabello corto y lacio cayéndole a un lado de la cara—, se mostraba un tanto introvertida, pero llena de una innata curiosidad que se advertía en sus ojos castaños—. Síganme, por favor.

La familia se adentró en la torre del homenaje, donde una inmensa alfombra hacía las veces de felpudo de bienvenida. El guía se volvió hacia los turistas y los observó con paciencia, buscando las palabras más adecuadas para deleitarles.

Félix, de unos cuarenta años, tenía la tez morena y el mentón saliente. Parecía que sus palabras iban por delante de su cuerpo, como una persona siempre dispuesta a hablar y a escuchar, como un trovador con don de gentes provista de una acertada iniciativa vocal. Su mujer observaba fugazmente las esculturas, cuadros y tapices que adornaban la estancia. La adolescente, viva imagen de su madre, tenía el mismo porte inquisidor y anhelante, quería saberlo todo, necesitaba saberlo todo, y para ello no dudaba en merodear por el recinto examinando más de cerca los ídolos y las pinturas. El guía observó su ligero andar con un regodeo impúdico. Aquellos pantalones ceñidos a sus muslos e incluso una mochila de tela con la efigie de una calavera que llevaba a la espalda, le hacían idealizar con escenas de sexo, masoquismo y complementos de cuero.

—¿Puedo sacar fotos? —inquirió Félix.

El guía agitó la cabeza rápidamente, alejando las fantasías tan poco apropiadas que había imaginado, y observó al padre. En las manos llevaba una cámara réflex profesional, que probablemente tendría ya varios años. Por lo visto, Félix se resistía a sustituirla por la cámara digital que tenía su hija.

—Sí, por supuesto. No hay ningún inconveniente. Sin flash, claro —respondió el guía, compilando en su mente una retahíla de fechas, nombres y episodios históricos—. Acérquense por aquí, por favor.

Se detuvieron frente a una enorme pintura que representaba el retrato de un señor feudal. Tenía un rostro severo e imponente. Los mechones de pelo castaño que descendían hasta sus hombros le otorgaban un aspecto sombrío y tenebroso. Lo cual quedaba respaldado por el enorme guantelete de metal que ostentaba en la mano derecha, y que reposaba sobre la empuñadura de una espada cruzada. A nivel artístico la pintura no exhalaba esplendor, salvo una delicadeza extrema en cada pincelada; especialmente patente en los surcos de la frente del retratado, como si al pintor le hubiera ido la vida en ello.

—Este es el conde Guillermo de Segura. En su juventud, fue un mero hidalgo de escaso patrimonio. Participó en la reconquista contra los moros, bajo la dirección del caudillo don Rodrigo de Valdefuentes. A temprana edad se encumbró como un sagaz estratega y un temerario soldado de guerra. Tuvo la suerte de sobrevivir a las confrontaciones en las que participó. Cuando se retiró de la guerra, se había convertido en un importante hombre a quien muchos soldados seguían como a un ídolo. Heredó varias tierras de su señor, y finalmente logró el título de conde. En su nueva posición nobiliaria, mandó construir este castillo, labró campos de cultivo y edificó herrerías, carpinterías y todo tipo de talleres artesanales. Con ello, atrajo a multitud de familias que buscaban un hogar más seguro y digno. Sin embargo, en sus días como señor, Guillermo gobernó con mano dura, con leyes muy estrictas y diezmos que en ocasiones superaban los porcentajes acordados. Ni siquiera los soldados que habían luchado junto a él se libraron de su firme dictadura. La plebe terminó por rebelarse contra aquel viejo hombre de guerra, y fue decapitado en público en la víspera de San Juan. Murió a los cincuenta y seis años, sin descendencia alguna. Tras su muerte el castillo fue abandonado por sus habitantes, misteriosamente. Todavía hoy se desconoce la razón, aunque todo apunta a las sequías y a la hambruna.

La familia escuchaba atentamente el monólogo, mientras avanzaba por las galerías donde abundaban decenas de retratos y motivos bélicos. El señor de aquel castillo había sido sin duda un apasionado combatiente, y aún tras su retiro había respaldado el arte de la guerra como un fanático. En muchas pinturas se le representaba vestido con la armadura militar, de pies a cabeza.

—Otra de las peculiaridades de Guillermo era su poca devoción por el catolicismo. Aunque mandó construir una iglesia, nunca acudía a las misas y trataba a los curas como a unos subordinados más. Quizá por ello, cuando fue ejecutado, su cuerpo fue arrojado a las llamas sin que recibiera sepultura ni sacramento.

—Parece que el conde Guillermo fue un verdadero tirano... —comentó la mujer.

—En efecto —corroboró Arturo, servicial.

Al instante, la adolescente, que se había adelantado un par de metros, se volvió hacia ellos con un gesto de exasperación.

—O quizá fue un hombre incomprendido, como otros tantos...

Luego, la chica les dio la espalda, mostrando descaradamente su sarcasmo.

El guía la contempló con un odio excitante. Aquella horrenda mochila de la calavera que llevaba a la espalda le causaba nauseas, pero lo bien torneado que estaba su trasero le incitaba el deseo de comérsela mientras le propinaba un par de suaves azotes. Chasqueó la lengua mientras la imaginaba desnuda y a su merced.

—No la haga mucho caso —susurró Félix.

Arturo agitó la cabeza, volviendo al mundo real. Esbozó una falsa sonrisa y retomó el trayecto, agregando:

—Síganme por estas escaleras de caracol, mientras comentamos la arquitectura del castillo.

La familia escuchó atentamente la charla del guía al tiempo que tomaban el camino ascendente. Los escalones habían sido reformados recientemente para garantizar la seguridad de los paseantes. Así mismo habían ocultado su tono pétreo con un alfombrado vistoso y aterciopelado.

Finalmente, llegaron a una sala con enormes cristaleras impropias de un castillo. El recinto era enorme, repleto de vitrinas, mesas con cubertería antigua, estatuas armadas y más objetos de la era medieval. Un hombre vestido con un mono azul estaba limpiando uno de los ventanales.

—En este libro ilustrado podrán ver fotos exteriores del castillo —informó Arturo, acercándose a un trípode donde un enorme catálogo de diapositivas mostraba todos los rincones arquitectónicos del castillo—. Verán todo cuanto hemos comentado...

Entre tanto, la chica se había apartado del grupo principal y se había aproximado hasta una vitrina acristalada. En ella había un colosal yelmo, un colosal y terrífico yelmo; todo recubierto de oro. En la cimera se había incrustado una fila de dientes de jabalí, otorgando un aspecto vikingo a un casco de manufactura cruzada. Lo inaudito del yelmo es que carecía de defensa frontal; no disponía de ninguna visera, ni siquiera de una protección para el tabique nasal. Quien quiso vestir aquel casco, lo hizo pensando en mostrar su rostro a los enemigos; quizá para infundir temor o respeto, quizá ambas cosas. Pero sea lo que fuera... era aterrador.

La adolescente dio un paso hacia atrás, asustada. Durante un instante, se había imaginado el rostro ensangrentado de un hombre sin escrúpulos. Fue entonces cuando el guía y el resto de la familia se percataron de ella.

—¡Vaya! —exclamó Arturo—. Has encontrado el yelmo dorado de Guillermo. Es uno de los objetos personales más emblemáticos. Más que un yelmo militar, se trata de un adorno ceremonial que el conde utilizaba en todos los actos públicos. Como podéis ver, hay algo de maldad en él... y a mí nunca deja de parecerme espeluznante. Os diré además, que el último deseo del conde fue que le decapitaran con el yelmo puesto, y así se hizo. El casco sobrevivió, pero no su cabeza...

Y después de decir eso, comenzó a reírse con una malevolencia terrible, que recordaba a las viejas criaturas del inframundo. Félix y su mujer tomaron el comentario como un chiste inocente. Pero su hija sintió un nudo en la garganta, y se alejó de la vitrina. A pesar de las calaveras de su mochila, de los piercings de su rostro y de las muñequeras tachonadas que llevaba como ornamento, la antigua leyendo del conde Guillermo la aterraba.

—Me parece muy interesante —opinó Félix—. Si me permites, sacaré una foto del yelmo dorado.

—Adelante....

Mientras su hija daba la espalda al tenebroso casco, alejándose de su visión, su padre empuñó la cámara réflex y apuntó con el objetivo a la vitrina. Cuando tuvo una imagen nítida del yelmo dorado, disparó. Un instante de oscuridad antes sus ojos; y luego volvió a ver la vitrina a través de la cámara. En el interior del carrete había quedado grabada la estampa del yelmo. Una estampa demasiado viva. O quizá... demasiado muerta.

 

 

Habían pasado dos semanas desde su visita al inmenso castillo medieval; y la familia había vuelto a casa, retomando la cotidianeidad de la vida hogareña. Después de cenar, Félix se había dejado caer por el sofá del salón y buscaba en la televisión algún programa con el que matar el tiempo. Pero parecía condenado al aburrimiento en aquel solitario sábado.

Echaba de menos a su esposa, que pasaría la noche en el hospital en el que trabajaba. Hoy le tocaba guardia. Por otro lado, su hija estaba a punto de marcharse en busca de la diversión sabática. Era fin de semana y, sin duda, la noche le pertenecía.

En definitiva, Félix necesitaba entretenerse de algún modo, porque no tenía ninguna intención de acostarse a las diez de la noche. Pero en la funesta televisión, únicamente encontraba imágenes que manipulaban la vida de individuos que no conocía. Y eso no le interesaba en absoluto.

—Papá, me voy. Llego tarde. Adiós —se despidió su hija apresuradamente, atravesando el pasillo.

—¡Espera! Ven aquí —gritó Félix, desde el salón. Un instante después, vio a su hija aparecer por el marco de la puerta. Iba vestida como siempre; con vestimenta negra, y lo suficientemente abrigada como para no pasar frío—. ¿A qué hora vas a venir?

—No lo sé.

—A las dos te quiero ver en casa.

—¿Para qué me preguntas entonces? —replicó, enfurecida.

Félix la miró detenidamente. El rencor se advertía en sus mejillas. Confiaba lo necesario en su hija como para saber que no haría nada malo. Sintió compasión y terminó cediendo:

—Está bien, a las tres...

—¡Gracias, papá! —exclamó la joven, acercándose a él y dándole un beso en la mejilla.

—Vete que llegarás tarde. Diviérte.

Se despidieron y su hija marchó. Félix se quedó solo en el sofá con una sonrisa en los labios. Tenía la mirada fija en la televisión, pero no veía absolutamente nada. Estaba divagando. Entonces recordó el día que habían pasado en el castillo medieval y supo cómo entretenerse. Aún no había revelado las fotos de su vieja cámara réflex. Con su hija y su esposa fuera de casa, era el momento idóneo para dedicarse a ello.

Se encaminó a su dormitorio y buscó en el viejo baúl los utensilios necesarios para el revelado fotográfico: lámpara de luz roja, cubetas, papel fotosensible, ampliadora, pinzas, frascos con las soluciones químicas específicas y, naturalmente, su preciada cámara.

Comprobó que disponía de todos los enseres necesarios y lo llevó todo al cuarto de baño. Allí, bajo una atmósfera crepuscular concebida por la bombilla roja, lograría que las fotografías se elaborasen a la perfección.

Preparó la disolución del baño revelador y posteriormente la de paro. Más tarde se dedicó al lavado del negativo y, como parte final en el proceso de revelado del carrete, no le quedaba más que esperar a que se secase la película. Utilizó el cronómetro de su reloj para llevar un cálculo preciso del tiempo.

Mientras aguardaba los minutos indispensables, comenzó a recordar aquella bonita experiencia en el castillo medieval. Se acordó del guía que les había mostrado la fortaleza, un joven que posiblemente se había licenciado en historia del arte prematuramente y que no había dejado de mirarle el culo a su hija durante toda la exposición. ¿Cómo se llamaba...? No lo recordaba. ¿Y qué importa?

Evocó con sutileza las imágenes de los pétreos pasillos, engalanados de retratos egolátricos y simbología bélica. Las remembranzas se hacían cada vez más reales a medida que la figura del conde Guillermo despertaba en el interior de su mente. Lo imaginó sentado frente a su trono, rodeado de cabezas cortadas y miembros mutilados; con un séquito de cortesanas desnudándose a sus pies y embriagándose de sangre; ataviado en todo su esplendor con su armadura de malla y su yelmo dorado. Más que el conde Guillermo, parecía el conde Drácula.

Félix dio un respingo al escuchar un ruido. Por un instante se asustó y sus latidos se aceleraron; pero pronto se percató de que se trababa únicamente de la alarma de su cronómetro. Lo cual significaba que el secado de los negativos estaba listo. Sólo le quedaba concluir el positivado, y las imágenes quedarían detalladamente reflejadas en las láminas fotosensibles.

Se dedicó con premura pero con paciencia a la tarea. Bajo la luz rojiza el trabajo le resultó cautivador. Realizó el proceso con el estoicismo que le caracterizaba, fotografía a fotografía; sin perder el tiempo en contemplaciones, ya que deseaba ver las fotos una vez hubiese terminado todo el positivado de la película. Cuando al fin concluyó la faena, cogió las diez fotos que había revelado y se dirigió al salón, donde podría examinarlas cómoda y concienzudamente.

Como fotógrafo aficionado, Félix era muy escueto con su trabajo. Pocas cosas llamaban su atención y, por ello, pocas cosas fotografiaba. Las diez que tenía en las manos le mostrarían los detalles más sobresalientes de la fortaleza.

Se acomodó en el sofá y bajo la luminosidad del salón, se dedicó a ello.

La primera fotografía mostraba una panorámica del castillo desde una perspectiva inferior. Félix se había empeñado en detener el coche en mitad del arcén de la carretera para tomar la instantánea, porque desde ese lugar lograba un espectacular plano en contrapicado de la ciudadela. Había querido captar el dominio del castillo, ¡y vaya si lo había logrado!

La siguiente foto le mostró uno de los viejos retratos del conde. Tenía la frente fruncida, los ojos ligeramente entornados y una aptitud severa. Parecía que le habían obligado a posar para la pintura, como si el retrato hubiese sido un capricho de su señora madre.

Cuando Félix contempló la tercera fotografía, donde aparecía el fatídico yelmo dorado, lanzó un grito espeluznante y todas las fotos se le cayeron de las manos.

Su corazón se aceleró, y en esta ocasión, no se detuvo.

Se quedó unos instantes inmóvil en el sofá, con los ojos desorbitados, boquiabierto y la frente cubierta de sudor. Múltiples escalofríos le recorrían la espalda como uñas del diablo desgarrándole la piel. Tuvo que hacer un increíble acopio de tesón para no desmayarse allí mismo. Alargó la mano hacia el suelo, y sin ladear la cabeza, aferró la foto del yelmo, aterradísimo.

La observó, aunque casi contra su voluntad. No había sido una quimera, ni tampoco una broma cruel de su imaginación. Hay estaba él: el yelmo dorado, y en su interior, lo que debía haber sido la huesuda cabeza del conde Guillermo. El guía dijo que había sido decapitado con el yelmo puesto...

—¡Dios Santo! —exclamó Félix, con el rostro rojo por la sangre.

Volvió a observar la fotografía. El yelmo aparecía retratado con precisión, mostrando el color áureo que tanto lo caracterizaba. Pero una horripilante calavera yacía en el habitáculo del casco, como si el cadáver del decapitado Guillermo hubiese pervivido por los siglos de los siglos en aquella pieza de su armadura.

Miró de nuevo la calavera. Su contorno óseo se ajustaba cómodamente al interior del yelmo. Parecía que los huesos del jabalí incrustados en la cimera eran una prolongación del cráneo. Las órbitas de los ojos miraban a Félix con una crueldad indescriptible; vacías, sí, pero llenas de barbarie. Los dientes de su boca descarnada estaban afilados como garras, dispuestos a devorarlo cuando se presentase la oportunidad. La fotografía, o mejor dicho, la calavera que estaba dentro de la fotografía parecía cobrar vida por momentos.

—¡No puede ser! —gimió Félix, ahogándose en su propia saliva.

La calavera lo miraba con sadismo; el resplandor del yelmo le quemaba los ojos; el cuerpo decapitado del conde Guillermo se perfilaba en el interior de su mente... asfixiándolo, condenándolo, destruyéndolo.

Se alzó de repente del sofá y lanzó la fotografía lejos de su visión. Miró al frente, donde las estanterías del salón exhibían diversos adornos, libros y aparatos electrónicos de ocio. Vio una vajilla de plata en el interior de un aparador de cristal. Antes se que se percatara, su mano derecha empuñaba un cuchillo de veinte centímetros.

Perturbado por el terror y la demencia, Félix se hizo con la fotografía y apuntó con el arma, dispuesto a atravesar el yelmo y la calavera del conde.

—¡Acabaré contigo!

Una gota de sudor se derramó sobre el filo del cuchillo en el último instante. Abrió los ojos de par en par y recapacitó. Tenía que haber una respuesta lógica. En una fotografía nunca aparecía nada que no fuese el fiel reflejo de la realidad. Había pasado algo por alto.

Soltó el cuchillo y encendió todas las luces del pasillo antes de dirigirse al baño. Cuando llegó, observó concienzudamente los agentes reveladores que había utilizado, la lente de la ampliadora, la propia bombilla roja, en busca de alguna mancha ovalada que hubiese podido estamparse en la fotografía. Pero no... Todo estaba limpio, sin macha, sin nada que hubiera perturbado el revelado de las fotos.

Regresó a la sala, sudoroso. Recordó los típicos relatos de terror donde el protagonista descubría algo horroroso que terminaba matándolo. Supo entonces que él era otro de esos protagonistas concebidos por la mente de un lunático.

Se sentó en el sofá y contempló de nuevo la fotografía. No había cabida para la duda. No era una mancha, ni una jugarreta de su inconsciente. Una calavera vestía el yelmo dorado, tal vez para volverlo loco, tal vez para asesinarlo, pero hay estaba. La cabeza de un cadáver contemplándolo con sus cuencas vacías.

«No, no y no», se repitió Félix. «Tiene que haber una explicación lógica».

Pero no la había. Supo que necesitaba recopilar información. Cogió el ordenador portátil y lo dejó encima de la mesa del salón. Dos minutos después estaba navegando por la red buscando información sobre sucesos paranormales relacionados con la fotografía. Encontró información de todo tipo. Pero ningún estudio científico que le sirviera de ayuda. Intensificó la buscada añadiendo palabras claves del castillo del conde Guillermo, del yelmo dorado, de la calavera. Nada. Sólo sandeces.

Se recostó en el sofá y agarró la foto. Examinó de nuevo el contorno del cráneo. Era tan real como el suyo propio, tan real como el destino de la muerte.

Se resignó entonces. No tenía nada más que hacer. La suerte estaba echada. Sabía que el fantasma del conde Guillermo, el fantasma del yelmo dorado, entraría en el salón y lo asesinaría, como a tantos otros había asesinado en vida. Una víctima más en una historia de terror.

Y entonces sucedió lo que su mente deseaba que no ocurriera. Escuchó cómo la puerta de su casa se abría y se cerraba de un golpe, tremendo. Luego fuertes pisadas dirigiéndose hacia él, señalando el camino de su homicidio.

Su corazón se aceleró tanto que a punto estuvo de morir de un paro cardíaco antes de que llegara su verdugo. Miró de reojo la entrada del salón, esperando que el guantelete de Guillermo se posara en el marco. Aferró el cuchillo contra su pecho, sabiendo que no tendría ni siquiera una oportunidad.

Una sombra se perfiló en el umbral y luego...

—¿Papá que haces despierto? ¡Son las tres de la madrugada!

Félix no contestó. Estaba afónico y sin palabras, comprobó aliviado que sólo se trataba de su hija, de su bonita y querida niña.

—Bueno papá, yo me voy a la cama. Hasta mañana.

La joven se volvió para dirigirse a su cuarto. Entonces Félix se fijó en ella, y en la mochila que llevaba a la espalda. En la tela se perfilaba la figura de una calavera.

Y entonces lo comprendió todo.

«¡Dios mío!», se amonestó. La mochila, el yelmo, la vitrina, el cristal.., y un reflejo. El reflejo de una calavera. Ahora estaba claro, no había duda ni confusión. En el momento de tomar la fotografía, la mochila de su hija se había reflejado en la vitrina dando comienza a esta absurda historia de horrores y fantasmas.

Félix cayó de hinojos sobre el suelo y comenzó a reírse como un loco.


Iraultza Askerria

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