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viernes, 29 de junio de 2012

Los últimos destellos del rayo púnico



Su cuñado, décadas atrás, le había entregado esa moneda acuñada en Qart Hadasht. La pieza se había conservado en perfecto estado todos esos años, siendo testigo de batallas, conquistas y triunfos. Uno de esos fieles compañeros que nunca abandona y que se mantiene inmutable lustro tras lustro.
Con la moneda danzando alrededor de sus dedos callosos, Aníbal rememoró su belicosa infancia, transcurrida bajo la educación de su padre. Éste había fallecido hacía tantos años que había olvidado por completo las facciones de su rostro. Sólo aquella moneda, que llevaba esculpido el retrato de sus antepasados, le inspirada el semblante de su progenitor, aquel gran general cartaginés, Amílcar Barca.
Las memorias afloraron en forma de lágrimas por su rostro. Había vivido momentos tan intensos en pesadumbre y en gloria que la nostalgia le partía el corazón. ¡Ojalá pudiese alzarse de nuevo a lomos de su elefante de guerra y recorrer el camino que le llevó a someter a la mismísima Roma!
Pero aquel tiempo quedaba distante en sus reminiscencias. Más aún remoto se le sucedía a la historia.
La moneda cayó de su mano y chocó contra el suelo de mármol del aposento. Su agilidad había disminuido con el paso del tiempo. A sus sesenta y cuatro años, ya no podía emular la maestría de su juventud. Además, su único ojo sano comenzaba a confundir formas y colores. Era más torpe y menos intrépido, pero aún quedaba inmune la lucidez de su mente. Si hubiese tenido que dirigir una batalla en igual de condiciones contra su gran enemigo Escipión, estaba seguro de que vencería.
Pero no era el caso.
Y aquel pensamiento le llevó a recordar la fatídica batalla de Zama.
Aníbal, turbado, se alzó del taburete en el que estaba sentado y se dirigió a una de las ventanas de aquel palacio. En el exterior, la noche caía y el cielo se ocasionaba un recuerdo del sanguinolento color de un campo de batalla. Las imprecisas estrellas parecían cuerpos moribundos exhalando su último aliento, y el viento hostigador el grito de guerra de aquellos soldados que mataban por sobrevivir.
Eso era la guerra, eso era la lucha. Sangre y acero. Dolor y victoria.
En las llanuras de Zama, muy cerca de Cartago, su ciudad natal, Aníbal había protagonizado su última gran contienda. Después de haber transcurrido una década en la península itálica acosando a los romanos, tuvo que regresar a su país de origen en defensa del epicentro cartaginés. Los romanos, comandados por el cónsul Publio Cornelio Escipión, habían atravesado Hispania hasta llegar a África, personándose en los límites de Cartago. Aquella batalla fue decisiva, bien para consolidar la República Romana o la República Púnica.
Y Aníbal fue derrotado. A pesar de haber conquistado Hispania, a pesar de haber atravesado los Alpes con sus miles de infantes, a pesar de haber amenazado las mismas puertas de Roma, había sido derrotado frente a su ciudad natalicia en la contienda final. Tras casi dos décadas de confrontación, Escipión, el comandante romano, se había alzado con la gloria y el triunfo. A Aníbal no le quedaría otra alternativa que firmar la declaración de paz impuesta por Roma.
Después de eso, el general cartaginés se había dedicado a la vida política, defendiendo sus ideales en favor de su patria. Pero, tan intrincados eran los pérfidos sentimientos del ser humano, que sus contrincantes, los oligarcas cartagineses, pronto comenzaron a conspirar contra él. Hasta tal punto, que el gran héroe militar estuvo a punto de ser entregado a Roma por sus propios deudos. Y así habría sido si Aníbal no se hubiera exiliado voluntariamente.
Ahora, en aquel mortecino presente, se encontraba lejos de Cartago, en Anatolia, en la corte de Prusias. Había llegado hasta allí escapando de la amenaza romana que se cernía sobre Éfeso, donde se había hospedado gracias a la protección ofrecida por el rey Antíoco.
Aníbal se volvió, lejos de la ventana de su aposento. El cielo inmenso le infundía desazón y nostalgia, sintiéndose como un pájaro encerrado en una jaula de cristal. El deseo de la libertad celeste le atosigaba en el punto más hondo de su corazón.
Paseó sin rumbo fijo por la amplia habitación, reparando de tanto en tanto en los muros de piedra o en el pavimento embaldosado. Decoraciones de cerámica adornaban una u otra esquina; lienzos bordados con las gloriosas batallas de Ilión vestían esta y aquella pared y diversos utensilios de madera y bronce acompañaban la soledad de su dormitorio.
Fue así como reparó en su equipo militar. Desde la lanza hasta el escudo ovalado. Había amontonado diferentes objetos bélicos a lo largo de su carrera militar. Desde las armas númidas, hasta las falcatas celtiberas, pasando por las enormes espadas galas y, por supuesto, su equipo cartaginés. Incluso, reposaba en aquel arsenal una espada romana.
Nunca la había usado en combate, porque se trataba de un regalo. ¿De quién? Del único romano por el que Aníbal había sentido aprecio y estima. El mismo que le había condenado a ser un vencido de la historia.
De nuevo, volvió a recordar su exilio en Éfeso, donde había pasado tantos años. En esa acogedora ciudad, Aníbal se había reencontrado con su antiguo enemigo: Escipión, el cónsul romano. Nunca hubiera pensado que se volvería a entrevistar con él después de la dolorosa derrota en las llanuras de Zama. Ocurrió que, mucho tiempo después del fin de la Segunda Guerra Púnica, el senado romano envió al palacio de Antíoco a un embajador. Nada menos que a Publio Cornelio Escipión.
Cuando Aníbal recibió la noticia de que se reencontraría con su antiguo enemigo, y esta vez lejos de su tierra natal, le invadió un sentimiento de suspicacia y recelo. Pensó que la llegada del cónsul romano sólo podía significar su encarcelamiento. Pero nada más lejos de la realidad.
Ambos coincidieron en los cuarteles de entrenamiento de la fuerza militar seléucida. Resultó ser una cita cercana, larga y distendida, como dos amigos que se reencuentran después de años de ausencia. Era un tanto extraño que sendos enemigos militares pudiesen relacionarse con tanto respeto, curiosidad y simpatía.
Dime, Aníbal —le había cuestionado Escipión, con su toga senatorial y su porte aristocrático, en un momento de la conversación—, hemos combatido en decenas de batallas, comandado a diferentes legiones y cavilado mil y una estrategias para ganar los combates. Ambos somos eruditos de la guerra. Por ello, quería preguntarte: ¿quiénes son para ti los tres mejores generales de la historia?
Aníbal le había mirado suspicaz, con su frondosa barba escondiendo cualquier reflejo de sus pensamientos y su ojo sano parpadeando intermitentemente con cada idea.
Inmensa cuestión, Publio. Pero de respuesta no tan difícil. Una vez conocidas las hazañas de cada héroe militar, es fácil posicionarles en el podio. El primer lugar, como espero que estés de acuerdo, es para Alejandro, el rey macedonio. Murió a sus treinta y dos años con medio mundo conquistado. Esta ciudad, por ejemplo, fue liberada de los persas por el propio Alejandro. Un gran general, estratega y conquistador, que tenía las fuerzas militares necesarias y la audacia suficiente para enfrentarse al resto del mundo.
De acuerdo, Aníbal. Alejandro, el hijo de Filipo II, es digno de ese puesto. ¿Y el segundo?
Pirro I, nacido poco después de Alejandro. Se opuso durante años a la expansión de la República Romana; se enfrentó a nosotros, los cartagineses, en Siracusa, e incluso, invadió la otrora poderosa Macedonia. Fue un gobernante con sed de conquistas, y a pesar del alto coste que tuvo que pagar, consolidó su influencia aquí y allá.
Veo Aníbal, que lo tienes claro. ¿Y el tercero? —había preguntado Escipión, no sin un nerviosismo patente.
El tercero, querido adversario, soy yo: Aníbal Barca. Reconquisté Hispania y me afiancé en ella. Avancé hacia la Galia donde me enfrenté a las tribus autóctonas y recluté a otros tantos guerreros. Atravesé los Alpes, vuestra preciosa muralla natural, con decenas de miles de hombres y medio centenar de elefantes. En la península itálica, quedé tuerto, y aún así, me enfrenté a vuestras cohortes durante diez años, arrasé vuestras poblaciones y amenacé la estabilidad de vuestra querida Roma. Todo ello, sin recibir suministros ni tropas de Cartago. Por todo eso, me nombro en tercer lugar.
Publio Cornelio Escipión, tan sorprendido como denostado, le había espetado su más firme argumento en contra de aquel alegato de heroicidad:
Pero al final, Aníbal, tuviste que regresar a Cartago en defensa de tu ciudad, y allí te derroté en singular batalla. ¿Qué habría pasado si tú hubieras vencido? ¿Qué habría ocurrido si tú hubieras ganado en Zama?
Que entonces, me habría nombrado en primer lugar —había respondido Aníbal, tan certero como seguro de sí mismo.
El tema había quedado zanjado con esta última frase. Aníbal no era precisamente vanidoso, y Escipión lo sabía. Si se había encumbrado por encima de tantos otros generales, era porque gozaba de una buena razón. De ahí que el cónsul romano no osara a rebatir sus argumentos.
Varios días después, Escipión abandonaría Éfeso, no sin antes entregar a Aníbal una espada romana como símbolo de gratitud y, sobre todo, de aprecio. La misma espada que Aníbal estaba observando en aquel entonces.
Un instante atravesó su mente, y se descubrió asimismo tendido en el frío pavimento del dormitorio, con la espada romana clavada fúnebremente sobre su pecho. ¿A cuántos indisciplinados romanos les habría deleitado aquella imagen? El gran general cartaginés muerto por el arma de su mayor enemigo. Pero no, Aníbal no pensaba darles ese gusto.
Aún así, sabía a ciencia cierta que su fin se acercaba. La intolerante Roma había intimidado a su anfitrión, el rey Prusias. A pesar de que éste le había tratado bien, tener como huésped al mayor enemigo de la República Romana le había granjeado enemigos y amenazas. Si quería mantener su corte y su pequeño reinado de Bitinia bajo su poder, debía desembarazarse del general cartaginés. Consecuentemente, Prusias había cedido. Pronto llegaría una embajada romana al palacio donde se hospedaba Aníbal con el objetivo de apresarle y celebrar su juicio. El rey Prusias poco podía hacer. Aníbal no le guardaba rencor, en absoluto. Sabía, incluso, que si se lo hubiera pedido, le habría permitido fugarse, lejos, más allá de la Plafagonia.
Pero lo cierto era que no quería escapar. No, más no. Estaba viejo y cansado. Había transcurrido los últimos doce años de su vida escabulléndose de sus enemigos, fuesen los oligarcas cartagineses o los belicosos romanos. Los pocos que le habían cobijado, habían sido derrotados o acobardados por Roma. Nada le quedaba en este mundo. Nada salvo unos recuerdos tan vastos, como dolorosos.
Estaba condenado. Si le apresaban, lo ejecutarían en la mismísima Roma, ante todos sus ciudadanos, en un gesto descarado de sin perdón, crueldad y arrebato. Había perdido una guerra, y la vida le querían arrebatar.
Pero no. No lo permitiría.
Sonrió, forzadamente, pero sonrió. Sería su última sonrisa. El último gesto de alegría de aquel rostro curtido por las batallas, los gritos y la sangre; de aquel rostro curtido por la responsabilidad de gobernar a su pueblo y echárselo a la espalda; de aquel rostro curtido por las cicatrices de la historia.
Entrelazó sus manos y sacó de uno de sus dedos un antiguo anillo. Separó la perla engastada del propio aro y contempló el agujero que había quedado. Durante mucho tiempo, había portado esa sortija. En su interior, yacía un potente veneno. Un sorbo era suficiente para matar a un hombre adulto. Él ya estaba viejo. No necesitaba mucho más.
Se volvió hacia las armas que reposaban en la pared y se recostó entre ellas. Quería morir como un soldado, en el campo de batalla, entre las espadas y las armaduras.
Miró el anillo y el líquido que contenía. Era negro como la oscuridad. Se lo acercó a los labios, lentamente, y lo injirió. El líquido negro comenzó a descender, gélido, por su garganta. Aníbal tosió por el sabor insípido del veneno. Pero aquel no era sino el primer síntoma de su muerte, de su suicidio.
Sus ojos se cerraron y los últimos destellos del general púnico llegaron a su fin. Mientras sus labios proclamaron sus postreras palabras:
—Libremos a los romanos de sus inquietudes, ya que no saben esperar la muerte de un anciano.


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